IL PIACERE
Allegro
“Dejaré de imaginar escenografías, de simular el cielo en los cartones” piensa Giovanni Antonio Canal en 1730 mientras camina por las calles una mañana de verano, cruza los puentes, observa a los gatos y levanta la mirada al cielo para contar las bandadas de palomas y cómo la luz se recorta nítida de sombra en una cúpula.
“¿Qué música recorren las nubes en este pentagrama alto que yo pueda hurtar? ¿Qué violines se esconden en la memoria de las nubes para caer al agua y balancearse en su propia complacencia que yo supiera transformar en perspectiva?”
En su camino llega sin prisa a la fachada del Ospedale della Pietà y escucha el allegro del Concierto para violín en Do mayor nº 6, su preferido, que las figlie di coro ensayan en el patio de la institución. “ ¿Qué propiedad tiene la música para volverse azul que yo alcanzara a mezclar en la paleta escasa?” Y recuerda su viaje, casi un niño era, a otra ciudad y su observación de los verdes del cielo en aquel promontorio urbano castellano y recuerda escuchar otra música dentro y ver a los vencejos, enloquecidos por el calor, buscar fantasmas de agua y a los fantasmas cruzar las esquinas y a un griego fabular, mucho después de muerto, los amarillos del cielo, sus verdes de aceituna morada, sus rojos de ciudad amurallada que sólo tiene la escapada hacia arriba.
Largo
“Dejo de pintar simulaciones y caprichos”, se dice Giovanni Antonio Canal, Canaletto para su paseo por el mediodía de Venecia.
En estas horas, hay una melancolía preciosa que sube y baja del cielo al agua, “una elegancia tan difícil de pincelar”, piensa. Los dedos finos de las nubes trazan signos en el papel celeste que Canaletto lamenta haber olvidado comprender. Son una apariencia de azar pero el exceso de la belleza se afina como hilos de vapor. “Así es el mediodía”, afirma.
Detiene su camino por descansar en la sombra y deja la cámara oscura a un lado. Cierra los ojos para memorizar la melodía del segundo movimiento del concierto de las niñas. Es la lentitud de la luz intentando llegar a la suave umbría de los arcos en un soportal, es la disputa exquisita entre la armonía de la sombra y la invención incesante de la luz en las fachadas. “Es el cimento de mi querido prete rosso”, vuelve a responderse a sí mismo. Y ahora recuerda tanta diferencia con el mediodía en esa otra ciudad donde la sequedad iba convirtiendo los volúmenes en espejismos y tal vez se salvara algún lugar protegido en un rincón de sus jardines. Murmura versos que allí leyó: hierba/ agradeciendo llover, verdeciendo,/ acaparando azul y olor. Y es la mirada de aquel otro pintor que pasó por Venecia. Y es la extremada quietud de aquellas siestas castellanas, y compara el pecho desnudo de los barqueros que charlan en el Canal con la otra piel allí, mojada de sudor del deseo ocultísimo, mojando las sábanas y la parte interna de los muslos. Un azul que se ciega en añil en la penumbra de los zaguanes.”Ese deseo, esa complicación dramática del cielo inabarcable por querer entrar en las alcobas me dejaba sin aliento”, reflexiona.
Allegro
Pintar el deleite de un cielo bergamota sutil sobre la torres de las islas. “Esto quiero”, se reafirma a sí mismo el caminante de las vedute. “Sí, el placer de las mejillas de las cortesanas cuando atardece bajo el agua y sobre el agua, fluir en un escarlata diluido y optimista”. La perfección del delicado movimiento alegre en las cuerdas de las niñas. “Vivaldi no habrá dicho misa, claro”, piensa Canaletto, sonriéndose, “pero esa música profana conoce a un dios”.
Nada es triste, se diría que las ratas buceadoras de los puentes han bebido de un hechizo y mueren. Nada es triste o profundo. Una envoltura de gozo en el cielo, un antifaz invisible para que la decadencia se recupere en su mármol quebradizo. “ Qué rosa es todo”, exclama, “qué azul de rosa a rojo veneciano… hasta las vetas del declive son rosadas…”
Y Canaletto se ha traído de aquella otra ciudad el único momento en el que deja de ser la escenografía de los fantasmas y se convierte en lo dorado. “Bajaba desde la altura de unos pueblos cercanos para tomar la entrada del Puente de San Martín y allí la vi, preciosa en su único oro rojizo tan lejos de la sangre. El cielo se teñía de esa tintura que el griego siempre intentó y cualquier temor se desvanecía. La ciudad volvía a estar habitada y un vino fresco y blanco humedecía los labios de sus mujeres”, parece decirnos el caminante. “ La amé mucho más que al lujo de los brocados de las faldas de seda de las damas de Venecia”.
Y se trajo ese placer que el sofoco del sol permite en la ciudad cuando va cayendo y en los estratos del cielo se superponen el perdón, el verde, la dulzura, el lila y el placer otra vez. Siempre, siempre el placer, música de fuego medida en pentagrama. Venus comienza a arder en la línea del horizonte.
“El único momento donde Il cimento dell'armonia e dell'invenzione consigue ser como niñas concertistas sin peso. Vivaldi debió adivinarlo cuando también visitó Toledo”, se dice Giovanni Antonio, “alguien vendrá e irá con su cámara oscura otra vez”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario