Un avión vadea las nubes, se sabe por el trueno sostenido y pregunta mi madre dónde va con extrañeza niña y griega.
Mis años son más viejos que su gesto; grata perplejidad suaviza cualquier descreimiento que la aceche desde lo que ha tocado, desde antes de ser mi madre, antes, lejana,
y reserva su terrenal postura para el instante de la magia aérea.
Cruza el avión, y mientras quiero conseguir un pasaje en su distancia, ella se asombra y se aproxima breve a la edad de los olivos.
En esta antigüedad del desengaño que me separa de lo prodigioso, ¿persiste aún una fisura por la que pueda entrar la hechicería de una mirada que, admirándose, pregunta?
¿Y qué mirada griega y niña hecha de tierra maternal y arraigo dudará de un sonido sobre nubes e inventará un encantamiento que dé razón de los viajes, que dé razón de una rara tormenta y de su altura?
Les robo a las garcetas las camelias atadas a las ramas del invierno. Mi espejo tiene dientes, la leona se afila en el cristal sus cuatro garras.
Los árboles del río son mastines que se dejan poblar; dormitan, suelen moverse muy despacio sobre restos o acercarse a beber tambaleándose.
Hay un sol de muchachas azaradas que más tarde, en verano, se insolentan mostrando sus ombligos con argollas de acero. Ahora debilitan sus manzanos gimiendo igual que ovejas escuchándome aullar,
pero a pesar del miedo al hielo oculto que les haga un bebé en sus vientres lisos, que les saje la carne con los gérmenes del tiempo encizañándose, escapando,
guardan la fortaleza de la piedra que hierve, que todo sol contiene sin sentirse indispuesto.
Acarician los perros de la orilla del río, llaman a las garcetas por sus nombres y se cubren de plumas concedidas y pescan como pájaros.
¿Dónde estará la lluvia de aguafría que les arranque el corazón de un golpe?
¿Dónde, espejito mío, el nadador carnívoro olfatea a las muchachas y les come los pies y va subiendo, las envenena a gritos, les arranca el corazón de golpe con su beso?
¿Qué linaje de mariposas arderá bajo el sol y habrá una duna que las cubra y un guijarro que indique cuándo se extinguió la última mujer apasionada y loca con sus alas?
Sitúate en el mediodía que suelda con fuego la grieta por donde se escapasen fibras de un agua sin recuerdo.
Gravedad en la planta de los pies, va determinado sin verte y no es la tierra esa adherencia que lo sujete en la arena de hueso de sus muertos, no le sostiene el viejo núcleo, el testigo de una primitiva batalla.
Va sin verte, preciso, a sus misterios, y en su fragilidad se perpetúa.
Va sin mirar, sin verte, y tú no le rozas el hombro, no andas a su lado ni te escucha.
Y tú, que un breve viento tumbaría tu pecho, que el empujón más suave atraparía tu porción de camino, tu volumen de gas y de constancia...