Extraña al pasaje del equinoccio en los almendros, a la curva de la mañana en las paredes,
distanciada, arropada con el tejido denso del secreto de flores bajando para contener el frutero, la nitidez.
Me pierdo en la forma de las ciruelas amarillas rodando en la mesa.
(Un don encarnado ilumina internamente el equilibrio)
Y soy yo, bisbiseando a los licores, repartiendo calma a las frutas, quien aleja voraces dientes de este día… nada se precipita al fin del gusto, nada abatido de las sillas de enea.
La culebra en el matorral despertando a los escondidos. No atiende a lágrimas del mármol o si cuelgan de algunas ramas muertos invisibles. Sisea, rumorea detrás del ibis que grita, sagrado, asombrándose de verse zancudo en el agua.
Ahora toca vivir después de todo.
La culebra se desliza entre la aflicción, entre las esmeraldas
Ocho mil flores de la acacia de Srebrenica en julio recubren a quien duerme.
Este miércoles se golpea en las contraventanas.
Se cansa el día de montar una hiena de sangre y aún no ha acabado el festín de los hombres ratón… cualquier cosa menos el nombre de hombre para jadeos de gumías.
Ella duerme velada por flores pequeñitas, tales como fragmentos de camisas, flores de vello o flores de la parte más blanca de los ojos.
Hoy duermen todas las mujeres con ella, con blusas bordadas y cordoncillos donde prenden retratos no terrestres.
Necesitan las flores que tapicen, que no se vea ni un testículo, ni una oreja.
Naranja intenso, malva o verde en la calidez de la sombra, en el espacio que tamiza caleidoscopios.
No se pierde el amor, más bien hay una lágrima que traza el veneno de la dulzura.
No, no se pierde ni una gota del amor:
telas de araña me recuerdan al Shannon de Los muertos de Joyce.
Pero nada de la vasija del amor cae.
La siesta de julio rodea mi cama y entra -como si Matisse conociese mis colores en la inflexión de la soledad- hasta abrirme entre sueños tu permanencia.
Vas fluyendo en mí; lo demás, barcos que mece la fortuna, son dominios cruelmente ajenos.