La habitación roja
Extraña
al pasaje del equinoccio
en los almendros, a la curva
de la mañana en las paredes,
distanciada,
arropada con el tejido
denso del secreto de flores
bajando para contener
el frutero, la nitidez.
Me pierdo en la forma
de las ciruelas amarillas
rodando en la mesa.
(Un don encarnado ilumina
internamente el equilibrio)
Y soy yo,
bisbiseando a los licores,
repartiendo calma a las frutas,
quien aleja voraces dientes
de este día… nada
se precipita al fin del gusto,
nada abatido de las sillas
de enea.
Sentaos en la luz, les digo
a los fantasmas.
Rayo de sol
La culebra en el matorral
despertando a los escondidos.
No atiende a lágrimas del mármol
o si cuelgan de algunas ramas
muertos invisibles. Sisea,
rumorea detrás del ibis
que grita, sagrado, asombrándose
de verse zancudo en el agua.
Ahora
toca vivir después de todo.
La culebra
se desliza entre la aflicción,
entre las esmeraldas
El sueño. 1940
Ocho mil flores de la acacia
de Srebrenica en julio
recubren a quien duerme.
Este miércoles se golpea
en las contraventanas.
Se cansa el día de montar
una hiena de sangre
y aún no ha acabado el festín
de los hombres ratón…
cualquier cosa menos el nombre
de hombre para jadeos
de gumías.
Ella duerme velada
por flores pequeñitas, tales
como fragmentos de camisas,
flores de vello o flores
de la parte más blanca
de los ojos.
Hoy duermen todas las mujeres
con ella, con blusas bordadas
y cordoncillos donde prenden
retratos no terrestres.
Necesitan las flores
que tapicen, que no se vea
ni un testículo, ni una oreja.
Necesitan dormir.
Es tan joven la muerte cuando duerme.
Interior en Collioure. 1905
Naranja intenso, malva o verde
en la calidez de la sombra,
en el espacio que tamiza
caleidoscopios.
No se pierde el amor, más bien
hay una lágrima que traza
el veneno de la dulzura.
No, no se pierde ni una gota
del amor:
telas de araña
me recuerdan
al Shannon de Los muertos de Joyce.
Pero nada de la vasija
del amor cae.
La siesta de julio rodea
mi cama y entra
-como si Matisse conociese
mis colores en la inflexión
de la soledad- hasta abrirme
entre sueños tu permanencia.
Vas fluyendo en mí; lo demás,
barcos que mece la fortuna,
son dominios cruelmente ajenos.
Que no me rocen hombros, dorsos
de manos.
Que no huela el sudor del hombre
en la escalera.
Que no me mire el detestable
hombre avergonzando al mendigo,
vociferando en el mercado.
He deseado que me mimen
los brazos hasta trastornarme
la piel.
He invitado a mi reino
a aquellos que entienden los signos
de la lentitud.
He enseñado a las ranas
para que diferencien reyes
de entre los perfumados.
Y he conseguido responder,
escondida en los mimbres,
a las crías
del ave que sabe la sílaba
de las rotaciones.
Que me dejen con mi promesa
cimbreándose.
Que no me rocen,
porque vuelvo del látigo,
del dolor,
de los gritos.